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Si los titanes tecnológicos son los grandes hacedores del metaverso, este concepto (a bote pronto prometedor) promete convertirse en una pesadilla de tintes distópicos.
Desde hace algunos meses el metaverso tiene a todos (en particular a quienes se desenvuelven profesionalmente en la arena del marketing y la publicidad) salivando cual perro de Pavlov. Y eso que este concepto que con tan machacona frecuencia se asoma a los labios de marcas, creativos y «techies» no es sino una evolución de lo que otrora llamábamos ciberespacio y ahora hemos rebautizado con una denominación más «cool».
Si el metaverso es el lugar donde colisionan mundos reales y mundos virtuales, es más que evidente que la mayor parte de las redes sociales en la que incursionamos a diario son también metaversos con toda la ley.
Pero dejando al margen la cuestión (extraordinariamente peliaguda) si el concepto de metaverso hace de verdad referencia a algo nuevo, lo que parece claro es que invertir en el «hype» más candente del momento es muy rentable. La empresa antes conocida como Facebook y rebautizada recientemente como Meta está invirtiendo ya miles de millones de dólares en el metaverso. Y cuando Microsoft anunciaba la semana pasada la compra de Activision Blizzard por 70.000 millones de dólares, lo hacía asegurando que la suya era una firme apuesta por el metaverso.
Parecemos abocados a realidades alternativas donde pertrechados de cascos de realidad virtual y trajes hápticos podremos tener cualquier cosa siempre cuando estemos dispuestos a rascarnos el bolsillo.
Y eso que el metaverso imaginado por multimillonarios como Mark Zuckerberg o Bobby Kotick (el CEO de Activision Blizzard) poco o nada tiene en realidad de atractivo, denuncia Keza MacDonald en un artículo para The Guardian.
El metaverso nació como una utopía, pero discurre actualmente por senderos distópicos
En su versión más utópica (que no es la que tienen en mente Zuckerberg y Kotick) los mundos virtuales pueden ser increíblemente liberadores. Allí somos todos potenciales iguales y no somos juzgados por nuestra apariencia física sino por lo que hay agazapado en nuestra materia gris. Es el sueño de un espacio virtual donde las jerarquías y las limitaciones del mundo real se derrumban, donde el «nerd» se convierte en héroe y donde quienes en la vida real están condenados a una existencia más o menos inane pueden viven experiencias sumamente excitantes y enriquecedoras.
Sin embargo, y como las utopías son más bien meras entelequias, es más que evidente que los mundos virtuales no son necesariamente mejores que el mundo real. Tales mundos no son en modo alguno ajenos a lacras como la explotación laboral, la misoginia, la homofobia y el racismo.
La idea de que el metaverso resolverá por arte de magia todos los problemas que flagelan a las personas en el mundo real es una ilusión. No podía ser de otra manera si tenemos en cuenta que el metaverso no es sino un reflejo de las personas que están construyendo este concepto con su dinero, unas personas que viven completamente de espaldas a los problemas de la gente corriente y moliente (y no están por supuesto dispuestas a solventarlos).
A menos que quienes estén levantando los cimientos del metaverso se zafen de sesgos y prejuicios, el metaverso no será sino una réplica (probablemente devaluada) del mundo real.
La intención de quienes lideran hoy por hoy la construcción del metaverso no es sino llenarse los bolsillos ante la perspectiva de los recursos preocupantemente menguantes del mundo real. Su objetivo no es abrir la puerta a una nueva y prometedora frontera para la humanidad. Zuckerberg y compañía quieren simplemente otro lugar donde las personas puedan gastar su dinero comprando cosas que ni siquiera existen en el plano físico (y que por supuesto no van a hacerlas más felices).
Si son los titanes tecnológicos son los grandes hacedores del metaverso, este concepto (a bote pronto prometedor) se convertirá probablemente en una pesadilla de tintes distópicos, concluye MacDonald.
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